jueves, 29 de enero de 2009

Los Muros y la Ciudad - Una mirada desde la Psicología

Los muros de la memoria
Nuncio Cabbada




Es de aceptación generalizada que las primeras ciudadelas la construyen los pobladores de la mesopotamia y a esta zona la hemos llamado “la cuna de la civilización”. La particular condición de ciudad se da cuando, existen excedentes alimentarios y materias primas que dan razón a nuevas y distintas actividades especializadas. Pero la ciudad es mucho más que actividades, es una representación que se dota de signos que se imprimen y cincelan en la construcción material y en el alma de sus habitantes, es un sistema de registros para abarcar los acontecimientos, son configuraciones espaciales significativas, son las representaciones del imaginario social. De un imaginario tal, que hace de una parte del campo un lugar de liberación… Es decir la ciudad es un Campo abolido dentro del gran campo y construye allí un lugar puramente público y humano, donde todo lo que huela a vegetal o animal queda en apariencia excluido, es un pequeño mundo más acá del mundo; de allí el ágora griego y el foro romano. El espacio citadino nace en la insólita y extraña conciliación de la negación arrogante y la complementariedad inventiva de todo lo que había hasta entonces. Se concilian, se alternan, se amparan y se alían, suscribiendo un intrincado convenio. Es un espacio nuevo dentro de otro gran espacio o del espacio total. Se trata entonces de dos ordenes espaciales distintas que en sí misma constituyen categorías, en una de ellas aflora la naturaleza, en la otra, la imaginación humana en busca de un espacio público, espacio tal que constituye en esencia la ciudad, basada en la presencia y coexistencia, en la diversidad de actividades y culturas que entre sí establecen alianzas y compromisos.
”Las grandes civilizaciones asiáticas y africanas -. Nos dice Ortega y Gasset (1937).- fueron en este sentido grandes vegetaciones antropomorfas, pero es el grecorromano que decide separarse del campo, de la naturaleza, del cosmos geobotánica. ¿Cómo es eso posible? ¿Dónde irá, si el campo es toda la tierra, si es lo ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que se opongan al espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la Plaza.” Este espacio liberado es también un espacio institucional, y en tanto que tal, un espacio simbólico donde todos y cada uno tienen su propia representación y donde se ponen en juego los pactos sociales.
Es en Creta que durante el llamado periodo Minoico se libera el espacio público, es allí donde el pueblo se reúne en torno a sus ritos, celebraciones religiosas y políticas, se construyen edificios alrededor de un gran espacio humanamente abierto, que ya anuncia el espacio público que los griegos (los que hacían uso del Logos) llamarán el ágora y éste dará lugar al foro romano, espacios tales que conformarán categorías espaciales y conceptuales distintas y que ambas incitan a un comportamiento social antitéticos e incompatibles. Uno, el griego, con democráticas y libertarias pautas (para sus ciudadanos) y el otro, con el autoritarismo totalitario del mundo romano. Este concepto se distingue incluso en el saber. Los griegos van a la plaza en busca de discusión y comunicación. Los romanos sólo van en busca de información.

En las obras públicas construidas en la acrópolis se ve la representación del esfuerzo cívico y colectivo. Se extienden y emplean los espacios construidos por decisiones políticas fundadas en un código ético que representan los valores democráticos. Todo está para ser mostrado y exhibido, es la exteriorización del espíritu griego puesto en el espacio en un todo envolvente y adyacente a la piel, sin conformar límites óseos, pues son las edificaciones y los artefactos la parte osificada del espíritu humano donde se reconoce dicho espíritu en un espacio físico sujeto a las leyes newtianas, y se convierte en greda, en piedra, en mármol y junto con la palabra que circula crea otros espacios, nuevos rincones y mejores artilugios.
En las academias la educación de los jóvenes se basaba en la discusión, pues los edificios del ágora estaban principalmente destinados a la discusión y a la disputa. El Bouleuterion era el edificio para los consejos, donde se discutían los asuntos políticos y participaban más de quinientos ciudadanos. Los tribunales de justicia albergaban a más de mil quinientas personas. Es la palabra, el Logos, quien construye y el que calla nada tiene que decir o es quien está de acuerdo; el silencio sólo reina en el espacio privado, allí se alberga el único espacio sin voz. El conocimiento mismo nace en un espacio, en un lugar: es el “Locus communis”, es decir el pensamiento tiene un lugar común, de allí el origen civil del pensar; sin embargo, el griego potencia el Logos en tanto palabra y razón más que las formas y sin embargo es en la ciudad donde habita. Como dijo Aristóteles, “quien vive fuera de ella es un animal o un Dios”. La ciudad entonces se construye para satisfacer las exigencias espirituales del hombre, para la Eudaimonia (para el bien vivir) allí se establecen relaciones entre los ciudadanos y éstos con la institución, es el bien vivir que se aloja en la moderación, la mesura y cuyo objetivo no es otra cosa que el conocimiento, el descubrimiento y la verdad (aletheia), donde el destino del hombre y la ciudad es complementario y lo mismo, pues en la ciudad está la culminación de las obras del hombre. Donde el individuo está supeditado al Estado y el Estado al servicio del hombre. Es una estrecha relación entre el pensamiento que declaraba el ideal de la polis y los hechos que los ciudadanos urbanísticamente producían, lo que hoy llamaríamos construcción o ciudad a escala humana. Donde el paisaje es parte de la voluntad y de la sensibilidad colectiva y son ellos, los habitantes, quien en definitiva la configuran. Pues, quién lo duda, construir y diseñar edificios es disponer de un lugar y otorgar un espacio colmado de sentido que se abre al habitar, allí lo propio del construir… el dejar habitar. Un espacio construido en sí mismo no es nada, pues se termina de construir con la presencia, con sus habitantes.

Los edificios adaptados al uso mesurado del espacio, en consideración a la actividad que albergaría y a la cotidianidad de los usuarios, constituía la dignidad humana, la norma de moderación, la estética de la prudencia y la belleza de la contemplación que venía a clarificar, enorgullecer y realzar la creación del hombre. Y es por eso que el arquitecto proyectaba ciudades enteras y no sólo artefactos aislados confinados a la exposición de unos cuantos como símbolos de grandezas personales. La arquitectura está en el ámbito de la conciencia colectiva y la idea filosófica urbana reinante es de una ciudad construida junto a los ciudadanos y para ellos. Esa es la importancia urbanística que intentó legarnos Grecia, la disposición de los espacios pensando en el comportamiento natural y en el sentir igualitario, pues los espacios se adecuaban al movimiento y es en el movimiento simultáneo y concurrente que la democracia se hace participativa, donde la obligación y la sensatez junto al autocontrol son actos colectivos y, en tanto que tal, pertenecen a los ciudadanos.
De eso poco se ha heredado, la arquitectura que vemos hoy es una que desea guiar el movimiento, nos indica desde dónde y cómo debemos mirar, por dónde caminar; nos incita a observar desde el frente, nunca a la contemplación del todo. Allí tenemos la catedral, las iglesias, los edificios públicos y privados que empujan a mirarlos de frente. Nadie se fijaría en sus costados, en sus muros poco graciosos y casi ausentes. La fachada del frente lo es todo y están no sólo para ser visibles, sino además, para ser leídas y sobre todo obedecidas. Es una consigna y un mandato, es un signo de representación que pone en relación el pasado y el presente en la esfera del dominio, es una señal y un síntoma más del logocentrismo, cuyo propósito es la exhibición del poder y ésa es la metáfora arquitectónica y urbanística de hoy, el poder espacial de la metáfora, que une diversas cosas en un solo artefacto, en una sola imagen, y es por eso, que la metáfora es mucho más que un recurso poético, es también un poderoso proceso cognitivo que permite una comunicación eficiente y eficaz de ideas (aún las malas) y pensamientos (incluyendo los más egoístas).

Las sensaciones, los recuerdos y los sentimientos están siempre ligados a la experiencia y éstas a los lugares alrededor de los cuales se desarrolló nuestra existencia, en el terreno donde el acontecer fue posible. La memoria siempre emerge de algún lugar, es una composición siempre inconclusa entre tiempo y espacio; el hombre, en tanto que tal, es el lugar en donde estuvo, por donde caminó, los lugares donde habitó: La experiencia humana está ligada a la experiencia espacio-temporal y es el medio con sus artefactos quien asume las significaciones cognitivas y conductuales de los individuos. Es la historia del lugar donde la memoria se expresa y allí existe y se adviene la historia del hombre. Los edificios y construcciones en esta corriente de idea no son artefactos estáticos que se utilizan y luego son olvidados, sino muy por el contrario, tienen movimiento y se suman a las corrientes espaciales y temporales y trasmutan en los tiempos. No es lo mismo la representación actual de la iglesia de San Francisco, hoy se le mira como iglesia, pero más que nada como un museo. Allí se conserva un tiempo. Un pasado. Y el tiempo es en este encuadre un espacio detenido y por yuxtaposición el espacio, es un tiempo en movimiento, por eso que siempre está el tiempo y el lugar en función de lo que vivimos. De allí que la memoria urbana no es una objetivación institucional sino una demarcación colectiva que nunca estará terminada; siempre en construcción pues la ciudad no es la misma, la construyen y renuevan las variadas miradas que la habitan.

Las construcciones son estáticas e inmutables sólo en apariencia, pues así como se modifica su uso y funciones (Hotel Carrera) también así se transforma la percepción que tenemos de ellas y es en este movimiento que se convierte en un medio de comunicación, es allí donde adquiere su realidad y es el hombre el que le insufla el halito de vida más allá de la creación primigenia. No es lo mismo asistir al estadio nacional a un partido de fútbol un día cualquiera que ir al recinto un 11 de Septiembre. Lo que fue símbolo de alegría y sana competición deportiva es luego un símbolo de tortura, de sangre y muerte. Se podría afirmar entonces que la memoria no sólo es la actualización de las experiencias, queda la memoria también grabada en los espacios de convivencia, en el cuerpo estructural. La ciudad se transforma así en un monumento a la memoria en tanto tiene en sí misma almacenada la historia y se preserva en sus espacios, en sus calles, en sus armazones y en sus vacíos; podemos entenderla entonces, como constitutiva, como un elemento más de la experiencia práctica impregnada de sentido y significación. Allí radica la metáfora.

Ahora que escribo calle y práctica impregnada de sentido y significación, cómo dejar dudar que es en la ciudad donde se intenta imponer el poder que pretende traspasar los tiempos. Recuerdo a Luis Thayer Ojeda (1904) y el estudio que nos entrega de las primeras calles de Santiago. Donde leemos entre líneas el interés de conservar las ideologías imperantes de la época y la religiosidad. Así, pues, muchas de las primeras calles asumen por fuerza del catolicismo, el nombre de sus santos, entre ellas por ejemplo y de las más antiguas es la actual calle San Diego, por una capilla instalada por los Franciscanos en el S. E. al cruce con la Cañada (alameda). Teatinos hereda su nombre de los clérigos de San Cayetano que ayudaban a bien morir a los ajusticiados, su nombre viene de Juan Pedro de Carrasco obispo de Teati quién luego sería el papa Paulo IV. La actual calle San Martín se llamó antes Las Cenizas (mucho antes que algunos decidieran cremarse) el nombre se lo daba las cenizas que botaban las jabonerías que allí existían, luego de la Independencia se llamó Santa Ana por la presencia de la iglesia cercana. Agustinas, Monjitas, Compañía de Jesús, Santa Rosa y San Isidro. Santa Lucia con su cerro. La beata sor Josefa de San Miguel funda el monasterio de monjas rosas dando así el nombre a la calle al norte de Santo Domingo. San Pablo toma su nombre por el colegio de los jesuitas que se avecindaron en Chile desde 1593. Estado se llamó antes San Agustín. Y que decir de la calle San Antonio: Justo frente a la Iglesia San Francisco estaba la imagen del santo; se comenta que las jóvenes debían ir los días Sábados de matrimonios para ver la salida de los recién casados y, pedirle a San Antonio que le mande un novio.
Escribo esto y me atrapa una nostalgia inconsolable, recuerdo mis calles de infancia, mis lugares de juegos, mis pichangas barrosas, el almacén de la esquina. A doña Celinda siempre mal humorada en su kiosco y sus dulces naranjas. Mis vecinos, el tren cruzando soberbio y piteando estruendoso, las calles de tierra, la autoconstrucción, los ladrillos apilados al fondo del patio. La pandereta, la arena, el cemento. Las casas iguales. La carreta y el caballo del panadero. Sí, parte de mi espíritu quedó allí materializada.

La ciudad, como osificación del espíritu, se convierte en representación social pues supone la existencia de un conocimiento colectivo establecido, conquistado en un espacio y un tiempo, constituido por todo aquello que es públicamente reconocido y por tanto real; es lo cognoscible, observable y comunicable, es parte del lenguaje y a veces de las más caras tradiciones. La ciudad es también la producción material de la memoria, lo duradero y, en tanto duradero, da confiabilidad, ordena y da sentido a nuestro entorno. Es lo conocido de la escena; los lugares que habitamos se inundan de pasado y conservan pretéritos tesoros, de allí la semejanza entre la ciudad con sus artefactos y el cuerpo como depósito de la memoria; aquellas cosas que por momentos olvidamos quedan almacenadas en la ciudad, en los muros, en las paredes desnudas, en sus ladrillos desgarrados, en los ventanales transformados en los ojos de la ciudad y que a veces lloran o se trizan y otras tantas son ciegas, como ojos de vidrio, en los tejados henchidos de sol y de lluvias, incluso en las sombras silenciosas como testimonio de tanta conducta de comportamiento y costumbre. Los edificios, cualquiera sea su estructura y aunque varíen su uso y función, aunque a veces llameen después de bombardeos cobardes, contribuyen en la recuperación de la memoria e integran las experiencias y el conocimiento de los hombres.
Percibimos la ciudad, sus construcciones con sus vacíos y alamedas (donde más temprano que tarde) y al hacerlo categorizamos las percepciones en el lenguaje, se colectivizan, reconocemos el artefacto, el objeto, la edificación y su historia como perteneciente a una categoría. Es por ello que las percepciones son sociales y publicas, es la colectividad en su conjunto quien entrega el carácter de realidad “toda percepción de objeto – nos dice Blondel, (1928, p.136) -.es prácticamente denominación de objeto y, por consiguiente, inserción del objeto percibido en un sistema organizado de representaciones.” (cit. Bachelard 1986). La categoría, entonces, incluiría más allá del objeto en cuestión, elementos a veces ausentes o invisibles, pero dado que pertenecen a la categoría socializada asumimos que sí las tiene. El objeto siempre estará en relación con las experiencias tanto personal como social que tenemos de él. Que no nos llame a engaño esta experimentación individual y colectiva; sentimos en lo más íntimo de nuestra individualidad, en lo más singular e inalienable y sin embargo cada uno de nosotros siente lo que debe de acuerdo al colectivo que nos acoge y donde nos refugiamos. Esta percepción de la ciudad es siempre desde el presente, donde las estructuras citadinas contienen la caligrafía irremediable de la historia adosada en sus muros, en las superficies, en sus contornos y periferias, son las huellas inapelables de los tiempos y es por esas huellas y vestigios, por esas calles y laberintos que transita nuestra memoria en busca del pasado, del espacio detenido, en busca de lo que llamamos: espíritu de la época. De allí que derribar edificios sea también quebrantar el espíritu de la ciudad: Que no quede piedra sobre piedra es borrar la memoria, es quitar eslabones de la cadena de significantes. Pero no es menos cierto que las construcciones están emplazadas. Ocupan un espacio y un tiempo, un lugar que no puede ser destruido: La casa de José Domingo Cañas está aún allí, en nuestra memoria. Lo psico-colectivo se encarga de mantener el lugar, de revivirlo aún cuando en el lugar se aloje la ausencia, la falta y el vacío. La memoria se evidencia también en la inexistencia: Donde hubo.
La memoria colectiva se construye entre los espacios situacionales, en los lugares, en la interioridad y exterioridad de la ciudad; es por ello que la ciudad tiene alma y cuerpo, en tanto que tal, tiene algo de público y de privado.

Lo público y lo privado en la ciudad no son puntos fijos en ningún espacio, no son tampoco características de los artefactos, cualquier cosa es pública en la medida que existe y que en ella misma o cerca coexista otro espacio que no lo sea, pero no caigamos en el reduccionismo del entorno como medio puramente físico, pues a decir de Blumer (1969) “los objetos que configuran nuestro mundo son considerados como tales cuando el ser humano es capaz de dotarlos de un significado, y que este significado es un producto socialmente elaborado a través de la interacción simbólica” allí se decidiría lo que entra en la categoría de lo público y lo privado, en ambas categorías visualizamos las necesidades humanas, lo que supone un creciente aprendizaje de la sana convivencia, el uso democrático de lo disponible y conveniente, la demarcación territorial del derecho, de la ética y la estética. Es en esta confusión entre el espacio público y privado que las necesidades del hombre dejaron de ser símbolo del progreso, el lugar fue ocupado por las necesidades mercantiles y de los medios, y como nos lo recuerda Etcheverria (1995) “Teniendo el mercado en casa, el cine en casa, el gobierno en casa, la iglesia en casa y el estadio en casa ¿Qué más se puede desear? Lo más distante forma parte de lo más íntimo.”

La dicotomía entre lo público y lo privado no casualmente coincide con el vacilante concepto de ciudad. Lo público juguetea entre el poder técnico y administrativo. Los ciudadanos nos acercamos a los espacios públicos en el clientelismo, participando de espectáculos organizados y desarrollados en torno a plazas de consumo. Desearía decir además que lo sintomático de las ciudades de hoy en el marco de la globalización económica, social y cultural, es que los conocedores que organizan la ciudad atacan en esencia el conocimiento de la misma implementando políticas constructivas y espaciales, asentadas (o hincadas) en las estrategias comerciales indiscriminadas que se someten a las fuerzas del interés privado, del mercado, donde privacidad podemos asumirla como sinónimo de sustracción, tan lejano al ideal común al que en momentos de sabiduría aspiraba la Polis. Es la cultura de la televisión y de la imagen, es la transacción antojadiza y a veces maliciosa lo que hace hoy ciudad, alejándose cada vez más de la democratización a la que un día fue llamada; tal vez esté allí la huida, la frustración y la derrota del espacio público.

La ciudad como toda visión de la realidad se nutre de las interpretaciones de todos y cada uno de sus habitantes, fruto de las experiencias, del aprendizaje vital, de la memoria que se teje entre sus calles, entre sus fachadas y sus rincones donde se insinúa la vida y a veces la muerte. Se trata entonces de construir una ciudad para la cohabitación de diversas comunidades que deben interconectarse en espacios idóneos de coexistencia, donde los sistemas simbólicos se relacionen alegres en la cotidianidad citadina y no llame a espanto el repertorio múltiple del lenguaje ni del espacio. Este pedazo de espacio-gentío que es la ciudad, tan presente y real como nuestro propio cuerpo y con un alma y conciencia asfáltica que está exigiendo una respuesta a la disfunción sintomática del olvido.

_________________________________________




Referencias

Bachelard, G. (1986)
La Poética del Espacio. México: Fondo de Cultura Económica.

Berger, P. L. & Luckmann, T. (1988).
La construcción social de la realidad. Barcelona: Ed. Herder

Blumer, H. (1969).
El Interaccionismo Simbólico. Perspectiva y método. Barcelona: Ed.Hora.

Echeverría, J (1995)
Telépolis. Barcelona: Ed. Destino

Fernández, P (1994)
La Psicologia Colectiva. Colombia. Ed. Anthropos

Goofman, E. (1971)
Ritual de la interacción. Buenos Aires: Ed. Tiempo Contemporáneo.

Halbwachs, M (1994)
Les cadres sociaux de la mémoire. Paris: Ed. Albin Michel. (Traducción V. H. U.)

Luis Taller Ojeda (1904)
Santiago de chile Origen de los nombres de sus calles. Santiago: Ed. Librería imprenta i encuadernación de Gullermo E Miranda. Ahumada 51

Mead, G. H. (1990).
Espíritu, persona y sociedad. México: Ed. Paidós.

Rapoport, A. (1978).
Aspectos humanos de la forma urbana. Hacia una confrontación de las ciencias sociales con el diseño de la forma urbana. Barcelona: Ed. Gustavo Gili.


No hay comentarios:

Publicar un comentario